Nunca me habían gustado las despedidas, pero aquella vez era distinto porque nadie se iba.
Cuando sabes que todo ha terminado, que debes marcharte si no quieres acabar con lo poco que queda, es cuando más difícil se hace decir adiós.
Eramos extraños. Lo compartíamos todo sin realmente involucrarnos en nada. Y al final las ilusiones acaban convirtiéndose en decepciones y las preguntas se agolpan sin hallar respuesta.
Pero ¿cómo se empieza? ¿por dónde? ¿cómo miras a esa persona que te ha dado tanto, y le dices adiós?
Sientes miedo... Hasta pánico. Y te refugias en los recuerdos. Esos que te hacen olvidar la angustia que acabas de sentir. Recuerdas su risa mientras bailas preparando la comida, sus ojos sonriendo divertidos cuando le contabas cualquier anécdota en el trabajo, su olor... su calor... su cuerpo jadeando, y de repente le recuerdas cuando entre las sombras de vuestro dormitorio te susurraba al oído lo feliz que era contigo...
Y entonces sonríes tú porque en ese momento has recobrado la esperanza. Algo que creías perdido. Algo que gracias a tus recuerdos hace que brillen de nuevo tus ojos porque sabes que no ha muerto.
Y cuando sorprendido te pregunta de qué querías hablar... Tú simplemente le dices que eso puede esperar y te cuelgas de su cuello fundiendoos en un abrazo.
Y todo gracias a tus recuerdos...
En esta ocasión, benditos recuerdos.
Y todo gracias a tus recuerdos...
En esta ocasión, benditos recuerdos.